La Plata es una
ciudad contradictoria. Parece facilitarle la vida al forastero cuando numera
sus calles. ¿Cómo perderse si se va a 13 y 48, por ejemplo? Sin embargo hay una
trampa: las diagonales. Está visto que si uno se deja llevar por alguna de
ellas corre el riesgo de no llegar jamás a destino.
Hoy anduve por La
Plata y, disponiendo de tiempo, me dejé llevar por una diagonal. A lo sumo,
kilómetros después pediría que me orienten hasta 10 y 48, tan grave no podría
ser. Para mi sorpresa, esta diagonal me hizo llegar más temprano aún a mi cita,
así que me metí en un café y seguramente
por asociación con el laberinto platense de las diagonales, recordé otro laberinto: el del palacio de Cnossos en
Creta. Aquel habitado por el terrible minotauro, que devoraba vírgenes de tanto
en tanto. Repasé la historia que todos conocemos: que Teseo, cansado de la
ofrenda de las y los vírgenes que el Rey de Creta le exigía a su patria, se
mezcló con ellos para darle muerte al temible monstruo. Que Ariadna, la hermana
del minotauro, se enamoró de Teseo y le ayudó a triunfar. La historia es
magnífica por aquello del hilo para salir del laberinto infernal creado por el
ingenioso Dédalo.
Hay aspectos
terribles del mito que la historia de
amor entre Teseo y Ariadna deja un poco solapados. Por ejemplo que el minotauro nació
por un error de su padre, Minos, quien no quiso sacrificar un hermoso toro blanco
en honor de Poseidón y trató de engañarlo con la muerte de otro animal.
Poseidón, al darse cuenta de la estafa, enamoró a Pasifae, esposa de Minos, del toro
magnífico, y ambos procrearon al minotauro (no es bueno querer engañar a los
dioses); que Ariadna (“la más pura”) no sólo se enamoró de quien venía a matar
a su hermano sino que lo ayudó a cometer tal crimen y a salir del laberinto,
por la promesa de Teseo de llevarla a Atenas para casarse. Para empeorar las
cosas, Teseo abandonó a Ariadna a mitad de camino, traicionando así a la
traidora, quizás por orden de los dioses.
Los dioses
griegos y sus hijos suelen ser crueles. Quizás no son nada más que humanos sin
freno alguno, niños poderosos que pueden enojarse mucho si le queremos meter un
toro en lugar de otro. Cuando la hora de mi cita llegaba, recordé a Borges.
Para él, Asterión, el minotauro, no era malo. Ni siquiera devoraba personas, y
creía que alguien vendría a redimirlo, a liberarlo de tanta soledad, no a
asesinarlo. Me quedo con esta versión
borgeana del mito. Al fin y al cabo, muchas veces vivimos en un laberinto del
cual no queremos salir y cuando creemos que alguien viene a rescatarnos,
resulta que quiere hundirnos una espada en el pecho porque nos considera
monstruosos. Todos tenemos laberintos que sortear, soledades de las que huir. Aunque
no residamos en La Plata y su laberinto diagonal.