martes, 20 de septiembre de 2022

Las noches de los sábados

Recuerdo las noches de los sábados. El itinerario dichoso de toda la semana nos llevaba a ese día sabiendo que era distinto de los otros y que ni siquiera el domingo –libre de estudios y de cualquier ocupación- nos acercaba a una noche tan alborozada, tan simple, tan enteramente nuestra, como la noche de los sábados. De las grandes y pequeñas realidades que retengo: los minúsculos delantales de organdí blanco que la madre se ponía para servirnos el té; el momento siempre regocijante en que yo colocaba un pie sobre el primer peldaño del break; las anchas tajadas de sandía que nos daba el cochero Pascual; la casa de cemento, dividida en secciones, donde vivían doscientos conejos; el cuello lustroso y húmedo de los caballos; las uvas en caña que la madre preparaba en grandes frascos (a veces nos hacía cerrar los ojos y abrir la boca para introducir una enorme uva extraña y alcoholizada que paladeábamos largo rato); la alegría de Esthercita en el baño; el orgullo de ir parada entre las rodillas de mi padre, mientras guiaba los caballos; mi agradecimiento cuando la madre manifestó que yo era quien le había ocasionado siempre menos trabajo, la más suave cuando estaba enferma; las tardes de lluvia en que era necesario jugar adentro…nada, ninguna reminiscencia revive en mí –como una verdad tan nítida- alcanzándome el sentido perfecto de esa época, como las noches de los sábados. Al atardecer de ese día, durante casi todo el año, nos daban, después de que habíamos jugado, un baño caliente. A Susana y a mí nos bañaban juntas, cada una en su extremo de la gran bañadera. Las manos de la madre, al principio, nos producían pequeños estremecimientos mientras nos enjabonaba la espalda. Las estufas encendidas en todos los dormitorios, las toallas y los camisones entibiados, todos los detalles de esas noches permanecen en mí, sin que ninguna distancia de años aminore su ternura, su calidad inconfundible. Una vez bañadas, nos acostábamos y nos servían a todas un gran vaso de leche caliente. Comenzaban, de inmediato, los mismos comentarios sobre las frescuras de las sábanas, los mismos consejos para mantener el calor en todo el cuerpo, hasta que alguna se animaba a sacar un brazo, otra a incorporarse sobre la almohada. A los pocos minutos, las voces de las hermanas mayores venían al encuentro de las nuestras. Esa noche, la luz quedaba encendida un largo rato, y las puertas que comunicaban un dormitorio con otro permanecían abiertas hasta que nos dormíamos. Desde las camas invisibles, las voces llegaban rodeadas de silencios nuevos; las frases adquirían un tono de confianza y de misterio que no les era habitual en otras horas. Sabíamos que cada sábado sería igual al anterior, pero, ya viviéndolo, no concebíamos ningún cambio, e íbamos al encuentro de esa noche como si presintiésemos que de su bienestar transitorio sobrevendría algo arraigado y duradero. Las palabras se distanciaban, poco a poco, y detrás de un silencio más obstinado que los otros, la voz de Irene, apenas soñolienta, comenzaba a discurrir la porción de misterio que la atraía con más vehemencia, y nos hablaba de raptos y de fugas, de alguien que la aguardaba junto a la hilera de álamos. A veces Marta hacía desfilar los grandes personajes que le gustaría ser y nosotras tras callábamos, semidormidas, porque aún no conocíamos nuestro sueño. La madre entraba más tarde que de costumbre, y sigilosamente, recubría una espalda, alisaba una manta y se iba, apagando todas las luces a su paso. Siento, a veces, una nostalgia tirante, una nostalgia parecida a la que sólo dejan las cosas chiquitas y simples, los acontecimientos más ingenuos. Es el recuerdo de las noches de los sábados, que vienen hacia mí en una gran oleada de ternura y de pureza para alcanzarme la certidumbre de que mi infancia no pudo ser más dulce” . Cuadernos de infancia, Norah Lange En la foto, la familia Lange. Norah está junto a su papá y la mamá es la que en el texto llama "la madre"

jueves, 15 de mayo de 2014

Laberintos




La Plata es una ciudad contradictoria. Parece facilitarle la vida al forastero cuando numera sus calles. ¿Cómo perderse si se va a 13 y 48, por ejemplo? Sin embargo hay una trampa: las diagonales. Está visto que si uno se deja llevar por alguna de ellas corre el riesgo de no llegar jamás a destino.
Hoy anduve por La Plata y, disponiendo de tiempo, me dejé llevar por una diagonal. A lo sumo, kilómetros después pediría que me orienten hasta 10 y 48, tan grave no podría ser. Para mi sorpresa, esta diagonal me hizo llegar más temprano aún a mi cita, así que me metí  en un café y seguramente por asociación con el laberinto platense de las diagonales, recordé  otro laberinto: el del palacio de Cnossos en Creta. Aquel habitado por el terrible minotauro, que devoraba vírgenes de tanto en tanto. Repasé la historia que todos conocemos: que Teseo, cansado de la ofrenda de las y los vírgenes que el Rey de Creta le exigía a su patria, se mezcló con ellos para darle muerte al temible monstruo. Que Ariadna, la hermana del minotauro, se enamoró de Teseo y le ayudó a triunfar. La historia es magnífica por aquello del hilo para salir del laberinto infernal creado por el ingenioso Dédalo.  
Hay aspectos terribles del mito que  la historia de amor entre Teseo y Ariadna deja un poco  solapados. Por ejemplo que el minotauro nació por un error de su padre, Minos, quien no quiso sacrificar un hermoso toro blanco en honor de Poseidón y trató de engañarlo con la muerte de otro animal. Poseidón, al darse cuenta de la estafa, enamoró a Pasifae, esposa de Minos,  del  toro magnífico, y ambos procrearon al minotauro (no es bueno querer engañar a los dioses); que Ariadna (“la más pura”) no sólo se enamoró de quien venía a matar a su hermano sino que lo ayudó a cometer tal crimen y a salir del laberinto, por la promesa de Teseo de llevarla a Atenas para casarse. Para empeorar las cosas, Teseo abandonó a Ariadna a mitad de camino, traicionando así a la traidora, quizás por orden de los dioses.

Los dioses griegos y sus hijos suelen ser crueles. Quizás no son nada más que humanos sin freno alguno, niños poderosos que pueden enojarse mucho si le queremos meter un toro en lugar de otro. Cuando la hora de mi cita llegaba, recordé a Borges. Para él, Asterión, el minotauro, no era malo. Ni siquiera devoraba personas, y creía que alguien vendría a redimirlo, a liberarlo de tanta soledad, no a asesinarlo.  Me quedo con esta versión borgeana del mito. Al fin y al cabo, muchas veces vivimos en un laberinto del cual no queremos salir y cuando creemos que alguien viene a rescatarnos, resulta que quiere hundirnos una espada en el pecho porque nos considera monstruosos. Todos tenemos laberintos que sortear, soledades de las que huir. Aunque no residamos en La Plata y su laberinto diagonal.

martes, 15 de octubre de 2013

Un mero caribeño


Un olvidado profesor dominicano se sube al tren que va hacia La Plata en la Estación Constitución. Elige asiento y muere. Es Pedro Henríquez Ureña y quizás muere porque al destino le gustan las repeticiones. El profesor se encontró con Borges unas noches antes en la avenida Córdoba y habían recordado el anónimo sevillano que dice “Oh Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta”. Borges lo contará magistralmente en su cuento “El sueño de Pedro Henríquez Ureña” y dirá que ese diálogo fue profético porque así le llegó la Muerte a Henríquez. A partir de ahí, para muchos de nosotros el dominicano será un personaje más de la mitología borgeana.
Dirá Borges también que algunos países fueron injustos con él. España, que lo consideraba un indiano, “un mero caribeño”; y Argentina, que lo vio como “un mulato” al que ni siquiera le dio una cátedra universitaria, designándolo apenas profesor adjunto de un hombre de menor valía. Era un aristócrata en su tierra, y un literato que dejó una obra notable. Pero no solamente el autor de "Luna de enfrente" lo valoró aquí. Hubo otro encuentro una noche de Buenos Aires. Una conferencia semidesierta de don Pedro en la “Casa del Pueblo”. Dos jóvenes que llegan tarde e inadvertidos de que en la sala no hay más que un puñado de personas -contándolos a ellos- Dos jóvenes poetas, que esperan la salida del profesor y lo siguen varias cuadras sin animarse a saludarlo. Finalmente lo hacen y entran los tres a un café de la avenida Callao. Allí se habla de literatura. De Ibsen y Tolstoi, autores objeto de la conferencia. Al risueño decir de Borges el profesor lo había leído todo, y estos dos muchachos pueden dar fe de ello. Apenas habían publicado alguna cosa y sin embargo el maestro los conocía. Debe ser excitante hablar de literatura con alguien que lo leyó todo. Uno de los jóvenes quiere saber sobre personajes semitas en la literatura inglesa. El otro le preguntó por López Velarde, el poeta mexicano, si lo había conocido.


“El bar en esos momentos tenía una sonoridad de piso deshabitado. El mozo vino a llevarse los cafés intactos, después de echarnos una mirada homicida. La madrugada empezaba a desvestirse en la calle”

Cierra el bar y uno de los muchachos, emocionado, le da a Henríquez un beso en cada mejilla. Ya se van el profesor por un lado y los jóvenes por el otro.


- ¿Qué te pareció?
- Un santo. ¿Y a vos?
- Un héroe




Uno de los jóvenes era José Sebastián Tallon, el precursor de la poesía infantil en Argentina y además –no sé si en una suerte de oximoron, ironía o redundancia- boxeador. El otro, Israel Zeitlin, más conocido como César Tiempo, el verdadero cronista de este relato y al que hubiera querido darle un beso en cada mejilla. Gracias a don César, puedo bajar por un rato a Pedro Henríquez Ureña del cenotafio borgeano y devolverlo a las calles de Buenos Aires como un mero caribeño tímido, magistral, lector de Todo.







BIBLIOGRAFIA
“El sueño de Pedro Henríquez Ureña” está en “El oro de los tigres” de Jorge Luis Borges (Emecé, 1.972)
La opinión de Borges sobre el autor dominicano se encuentran en “En diálogo” De Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari, Edición definitiva (SXXI, 2.005)
“Con Pedro Henríquez Ureña" se encuentra en “Mi tío Scholem Aleijem y otros parientes”, de César Tiempo (Corregidor, 1.978)

sábado, 24 de agosto de 2013

Borges y yo






Ese viejito que sale por la tele es Borges. Sonríe con timidez cuando le hablan de su obra y se entusiasma con una etimología o si le preguntan por Stevenson. Hay infinitos Borges posibles: el que leo en el libro verde de mi padre que parece una Biblia, ese de los cuentos ilusorios, matemáticos, cabalísticos. Es el Borges de la enciclopedia, con universos en forma de biblioteca. Hay muchos Borges: el poeta de los extremos de su vida, oculto detrás del cuentista magistral. El director ciego de la biblioteca; el criticado por sus ideas políticas (“las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras”); el criticón que junto a Bioy es implacable con la mayoría de los escritores contemporáneos (“en el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas. El porvenir sabrá lo que hoy no sabemos, las páginas que merecen ser releídas. Schopenhauer aconsejaba que, por no exponernos al azar, sólo leyéramos los libros que ya hubieran cumplido cien años”)
Pretender una clasificación de Borges es imposible, ya que como la clasificación de cualquier universo, sería “arbitraria y conjetural. La razón es muy simple. No sabemos qué cosa es el universo” (ni tampoco qué es Borges)
Todos los Borges son de mi agrado, incluso los de sus aspectos más hostiles. Me queda la deuda de haber merodeado la calle Maipú, la Galería del Este, sin haberme atrevido a encontrarlo.
Hoy, de modo arbitrario y conjetural, elijo el Borges joven, el de Fervor de Buenos Aires, supongo que porque al alejarnos cada día del país de la infancia no hacemos otra cosa que acercarnos a sus confines. ¡Feliz cumpleaños, Borges!



Un patio

Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de una parra y de un aljibe.




Las fotos son de Sara Facio

viernes, 26 de julio de 2013

Bulnes 1.480






Al pequeño Borges no puede habérsele escapado el detalle. Cuando iba con su padre a la casa de Carriego, o ya de muchacho, al heredar la amistad con el poeta. Debe haber visto la oscura casa donde juega una niña, a la vuelta de la calle Honduras,  que en el frente tiene el año de su construcción, 1.899, y dos iniciales: J. B.

En el cuento “El Sur” Juan Dahlmann, su protagonista,  “vio una cifra del Sur (del sur que era suyo)” en ese cuchillo que un gaucho viejo le arrojó a los pies para que pelease en un duelo, teniendo así la dicha de elegir o soñar su muerte.

Quizás el pequeño Borges se haya sorprendido al ver sus datos esenciales en una casa tan cercana a la del poeta Carriego. Tal vez vislumbró una cifra del barrio de Palermo quien, como El Sur, estaba resolviendo un destino.





jueves, 31 de enero de 2013

Un mundo sin ellos







En “la invención de Morel”, su novela más famosa, Bioy Casares pone en boca del protagonista –un fugitivo que, refugiado en una isla extraña sufre por el incierto destino de su amada- las siguientes líneas: “Estoy a salvo de los interminables minutos necesarios para preparar mi muerte en un mundo sin Faustine”

Casi cincuenta años después, Bioy escribe esto: - “Sábado 14 de junio. Después de almorzar en La Biela, con Francis Korn, decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear. Un individuo joven, con cara de pájaro, me saludó y me dijo, como excusándose: "Hoy es un día muy especial". Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: "¿Por qué?". "Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra", fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges” (de su libro “Descanso de caminantes”)

Fueron dos momentos impares en la vida de Bioy: el desenlace de su novela más famosa y la muerte de su más entrañable amigo. En ambos, privó la angustiosa necesidad de imaginar lo que sería de él en un mundo sin ellos. Me encanta que haya elegido la misma figura para ambos casos. Al fin y al cabo, en los momentos difíciles, esos en los que según Borges uno sabe quien es, llevamos pocas armas para defendernos. Y pocas palabras, también. 




La música que agrego es la que se escuchaba en la extraña isla del Sr. Morel.


sábado, 26 de mayo de 2012

No leer a Borges



Argentina es un país que vive de glorias ajenas y pasadas. Nuestras figuras suelen ser Evita (aunque el jactancioso no sea peronista) Maradona o Messi (aunque el bocón no sepa qué significa off side) y Gardel (no importa que al sujeto el tango le de urticaria)
Sin embargo eso no ocurre con Borges. A Borges no se lo entiende porque Borges es complejo. Y además sus ideas políticas eran tremendas, dicen. No me quejo de la gran mayoría televisiva no lectora porque ella no lee a Borges pero tampoco lee el diario.
En cambio hay algunas personas instruidas, amantes de la literatura, que en una fiesta orgullosamente confiesan no haber leído ni una coma de Borges. Porque no se lo entiende a Borges. Porque las ideas políticas de Borges son terribles. Yo no hablaré aquí de las bondades literarias de don Jorge Luis y que muchísimos trabajos suyos son de lectura simple, o que solamente fue un viejo anarquista quizás algo ingenuo. Si hiciera eso me sentiría como un vendedor de autos usados tratando de sacarse un clavo, y el hombre no se lo merece. Quien quiera no leer a Borges, que no lo lea. Pero para decirlo en términos barriales, jactarse de no leer a Borges es como vanagloriarse de no haber dormido con Mónica Belucci. Y dejo constancia que a mi la italiana ni fu ni fa. Pero de ahí a enorgullecerme de ello o no aceptarle ni una invitación a tomar café, hay un aleph.