Recuerdo las noches de los sábados. El itinerario dichoso de toda la semana nos llevaba a ese día sabiendo que era distinto de los otros y que ni siquiera el domingo –libre de estudios y de cualquier ocupación- nos acercaba a una noche tan alborozada, tan simple, tan enteramente nuestra, como la noche de los sábados.
De las grandes y pequeñas realidades que retengo: los minúsculos delantales de organdí blanco que la madre se ponía para servirnos el té; el momento siempre regocijante en que yo colocaba un pie sobre el primer peldaño del break; las anchas tajadas de sandía que nos daba el cochero Pascual; la casa de cemento, dividida en secciones, donde vivían doscientos conejos; el cuello lustroso y húmedo de los caballos; las uvas en caña que la madre preparaba en grandes frascos (a veces nos hacía cerrar los ojos y abrir la boca para introducir una enorme uva extraña y alcoholizada que paladeábamos largo rato); la alegría de Esthercita en el baño; el orgullo de ir parada entre las rodillas de mi padre, mientras guiaba los caballos; mi agradecimiento cuando la madre manifestó que yo era quien le había ocasionado siempre menos trabajo, la más suave cuando estaba enferma; las tardes de lluvia en que era necesario jugar adentro…nada, ninguna reminiscencia revive en mí –como una verdad tan nítida- alcanzándome el sentido perfecto de esa época, como las noches de los sábados.
Al atardecer de ese día, durante casi todo el año, nos daban, después de que habíamos jugado, un baño caliente. A Susana y a mí nos bañaban juntas, cada una en su extremo de la gran bañadera. Las manos de la madre, al principio, nos producían pequeños estremecimientos mientras nos enjabonaba la espalda. Las estufas encendidas en todos los dormitorios, las toallas y los camisones entibiados, todos los detalles de esas noches permanecen en mí, sin que ninguna distancia de años aminore su ternura, su calidad inconfundible.
Una vez bañadas, nos acostábamos y nos servían a todas un gran vaso de leche caliente. Comenzaban, de inmediato, los mismos comentarios sobre las frescuras de las sábanas, los mismos consejos para mantener el calor en todo el cuerpo, hasta que alguna se animaba a sacar un brazo, otra a incorporarse sobre la almohada. A los pocos minutos, las voces de las hermanas mayores venían al encuentro de las nuestras. Esa noche, la luz quedaba encendida un largo rato, y las puertas que comunicaban un dormitorio con otro permanecían abiertas hasta que nos dormíamos. Desde las camas invisibles, las voces llegaban rodeadas de silencios nuevos; las frases adquirían un tono de confianza y de misterio que no les era habitual en otras horas. Sabíamos que cada sábado sería igual al anterior, pero, ya viviéndolo, no concebíamos ningún cambio, e íbamos al encuentro de esa noche como si presintiésemos que de su bienestar transitorio sobrevendría algo arraigado y duradero.
Las palabras se distanciaban, poco a poco, y detrás de un silencio más obstinado que los otros, la voz de Irene, apenas soñolienta, comenzaba a discurrir la porción de misterio que la atraía con más vehemencia, y nos hablaba de raptos y de fugas, de alguien que la aguardaba junto a la hilera de álamos. A veces Marta hacía desfilar los grandes personajes que le gustaría ser y nosotras tras callábamos, semidormidas, porque aún no conocíamos nuestro sueño. La madre entraba más tarde que de costumbre, y sigilosamente, recubría una espalda, alisaba una manta y se iba, apagando todas las luces a su paso.
Siento, a veces, una nostalgia tirante, una nostalgia parecida a la que sólo dejan las cosas chiquitas y simples, los acontecimientos más ingenuos. Es el recuerdo de las noches de los sábados, que vienen hacia mí en una gran oleada de ternura y de pureza para alcanzarme la certidumbre de que mi infancia no pudo ser más dulce”
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Cuadernos de infancia, Norah Lange
En la foto, la familia Lange. Norah está junto a su papá y la mamá es la que en el texto llama "la madre"